Buenos días
Volvemos a tener
gobierno.
¡¡Albricias!!
Los españoles van
a seguir siendo despellejados por sus políticos de 17 formas diferentes.
Entretanto los
españoles siguen sin enterarse de lo que realmente importa, de los motivos por
los que España se está deshaciendo como un helado al sol del separatismo.
El magistrado en
excedencia del Tribunal Supremo Adolfo Prego nos ha regalado un artículo que
es, bajo mi punto de vista, es fundamental para entender lo que esta sucediendo
en España y sobre todo a donde vamos a llegar
Creo que
cualquier persona normal debería leerlo detenidamente y debería reflexionar
sobre lo que los políticos le están haciendo a los españoles.
Adolfo Prego. Magistrado
excedente del Tribunal Supremo
Aumenta la frecuencia de los
desplantes de los secesionistas frente al Estado. No pasa un día sin que
insistan en su desafío de convocar ilegalmente una consulta previa a su
declaración de independencia, o directamente amenacen con lo que denominan
desconectarse del Estado español.
Diariamente nos desayunamos con
esa cantinela, cansina por lo reiterada pero preocupante por la intensificación
de la firmeza con la que expresan su enloquecido plan secesionista. Y porque ya
empiezan a pasarse abiertamente por el arco del triunfo las sentencias del
Tribunal Constitucional o del Tribunal Supremo con la mayor desfachatez. Dicen
que no se sienten sujetos a sus decisiones porque son tribunales españoles….
Todo esto se veía venir desde
hace muchos años. La pasada Historia contemporánea de España avalaba los peores
augurios, y los acontecimientos políticos recientes los corroboraban. Sin
embargo, quienes tenían el deber y el poder de poner a punto los mecanismos
jurídicos de respuesta no lo han hecho. Prefirieron mirar hacia otro lado. De
hecho, se dedicaron de manera suicida a desarmar el aparato jurídico del
Estado, eliminando sus defensas hasta dejarlo inerme frente a los retos del
secesionismo. Y esto durante veintiún años, que se dice pronto.
Pero hemos llegado ya al final
del trayecto y las autoridades del Estado parece que por fin ven las orejas al
lobo y dicen que quieren responder. Proclaman ahora solemnemente que tienen
dispuestos y a punto los mecanismos de reacción. Si es así, a buenas horas…
Yo, la verdad, no veo tales
mecanismos por ninguna parte. Por más que los busco y estudio el ordenamiento
jurídico no los encuentro. No descubro ninguna respuesta legal verdadera y
seria. Me refiero, claro está, a una respuesta que sea eficaz y dotada de una
escala que se ajuste realmente a la gravedad del desafío que hay que
neutralizar.
Porque si de lo que se trata es
de tener una reacción raquítica, canija, lo mejor será no usarla ni exhibirla
siquiera. Por dignidad. Por no hacer el ridículo, y por evitarnos a todos los españoles
tener que rematar con un triste espectáculo final la incompetencia de quienes
desde los resortes del poder político nos han traído a rastras hasta esta
lamentable situación histórica.
Le dirán a usted, amable lector,
que el Estado está preparado. Pero no se deje engañar. Sepa usted que hoy en
España, aunque parezca mentira, proclamar la independencia de una parte de su
territorio no es un delito. Ni puede ser castigada semejante enormidad con una
pena. A la opinión pública se le dice que sí lo es, pero no es cierto. Me
consta que importantes juristas de altísimo nivel situados en las instituciones
del Estado trabajan con ahínco para encontrar la naturaleza delictiva del
desafío secesionista. Yo lo veo muy difícil sin retorcer los textos legales y sin
quebrantar el principio de legalidad, fundamental en el Derecho Penal
civilizado.
Lo que es verdad es que el
comportamiento al que me refiero fue un grave delito en España durante muchos
años hasta que el Código Penal de 1995, llamado Código de la democracia,
suprimió todas las figuras penales que castigaban los ataques a la unidad
nacional, y los comportamientos secesionistas dirigidos a la fragmentación del
Estado. Ataques que castigaba, y muy severamente, por cierto, el Código Penal
de la Segunda República: su artículo 242 recogía como delito de rebelión “los
ataques a la integridad de España… bajo una sola Ley fundamental y una sola
representación de su personalidad como tal Estado español”. La pena no era
precisamente menuda: de seis años y un día a doce años de prisión; y en el caso
de llegar a tener efecto la rebelión, la de prisión de doce años y un día a
veinte años para los promovedores de ella.
El Código Penal de la Segunda
República castigaba, y muy seriamente, los ataques a la unidad nacional.
Este delito se mantuvo en los
Códigos Penales posteriores, primero como delito de rebelión y luego como
delito de sedición. Pero el legislador del 95, aquejado de un buenismo suicida,
los suprimió todos haciendo gala de una ceguera política verdaderamente
asombrosa. Pero la verdad es que tampoco nadie después rectificó este error,
aunque lo conocían. Y así hemos seguido durante veintiséis años. Ahora las
cosas quieren arreglarse tarde y mal. Y posiblemente no puedan ya arreglarse de
ningún modo.
Ésta es la verdad que no se
cuenta.
¿Y ahora qué tenemos?, se
preguntará usted. Pues nada… No tenemos nada que castigue la proclamación de
independencia de una parte de España: no es ya rebelión porque ésta exige que
la finalidad de separar una parte del territorio español se pretenda a través
de un alzamiento público que además tiene que ser “violento”. No es tampoco
sedición porque este delito exige que el alzamiento público sea además
“tumultuario”. Así que proclamar la independencia de parte del territorio español,
sin que medie violencia ni haya tumulto, aun concurriendo alzamiento público,
no es nada.
Es más: ni siquiera los sucesivos
gobiernos de España han querido incluir semejante barbaridad entre los delitos
contra la Constitución. Le parecerá mentira pero así es. Entre esos delitos
encontrará el lector un variado repertorio de conductas más o menos
perturbadoras del trabajo de los diputados; incluso el inocuo hecho de
manifestarse ante las sedes del Congreso de los Diputados, por citar sólo un
ejemplo de algo irrelevante pero que ha sido elevado a la categoría de delito
contra la Constitución. Sin embargo, no encontrará usted ninguna figura que
describa la proclamación de independencia de una comunidad autónoma o de una
parte de nuestro territorio, en el seno de una asamblea legislativa por
votación y decisión colectiva de sus Señorías secesionistas.
¿Qué nos queda entonces? Pues el
modesto campo de la desobediencia a los tribunales en el que no faltan ciertas
particularidades verdaderamente bochornosas: cuando el desobediente es una
autoridad (por ejemplo, Presidente de la Comunidad Autónoma) que se niega
abiertamente a dar debido cumplimiento a una resolución judicial (por ejemplo,
Supremo o Constitucional), ni siquiera su comportamiento rebelde es delito contra
la Constitución a pesar de que integra un verdadero ataque a la estructura del
Estado y a la división de poderes. Es sólo un modesto delito contra la
Administración Pública, o sea, un delito en el que lo que se protege es la
eficacia de la maquinaria que dispensa los servicios públicos. La pena por ello
es ridícula: una pequeña multa, y una inhabilitación por dos años como máximo
para ejercer empleos o cargos públicos… precisamente en España. Es fácilmente
imaginable lo que estas penas pueden impresionar a la autoridad autonómica
secesionista que se constituye en Estado independiente.
Aún más: el precepto que recoge este delito de la autoridad desobediente a las sentencias judiciales es el mismo que, también con idéntica pena, sanciona a cualquier funcionario que desobedece las órdenes recibidas de la autoridad superior. No importa ni el rango jerárquico del que desobedece ni la relevancia de la autoridad desobedecida, desde una perspectiva constitucional. Así que para el legislador ambas cosas son equiparables: la conducta del modesto funcionario que desobedece a la autoridad de la que depende y la conducta de la autoridad rebelde que se niega a cumplir las sentencias de nuestro Tribunal Constitucional o de nuestro Tribunal Supremo.
Aún más: el precepto que recoge este delito de la autoridad desobediente a las sentencias judiciales es el mismo que, también con idéntica pena, sanciona a cualquier funcionario que desobedece las órdenes recibidas de la autoridad superior. No importa ni el rango jerárquico del que desobedece ni la relevancia de la autoridad desobedecida, desde una perspectiva constitucional. Así que para el legislador ambas cosas son equiparables: la conducta del modesto funcionario que desobedece a la autoridad de la que depende y la conducta de la autoridad rebelde que se niega a cumplir las sentencias de nuestro Tribunal Constitucional o de nuestro Tribunal Supremo.
Y todavía algo peor: el precepto
contiene la vergonzosa previsión de que el desobediente (pensemos en un
Presidente autonómico que se niega a cumplir una sentencia del Supremo o del
Constitucional) pretenda su exención de responsabilidad con el alegato de que
el mandato incumplido era contrario a la Ley. No digo que este alegato pueda
prosperar. Digo que la norma prevé la posibilidad de hacer esta alegación
incluso cuando el mandato desobedecido proceda del más alto Tribunal de España.
Y digo yo que el sólo hecho de que el Código Penal contemple esta hipótesis
como posible y por tanto como alegable en un proceso, debería abochornar al
legislador español que ha mantenido este estado de cosas en el repertorio
jurídico del Estado.
Así que cuando ahora nos dicen
que están preparados los mecanismos jurídicos para responder al desafío, pienso
para mis adentros: “menos lobos…”
El Gobierno, viniéndose arriba,
busca tranquilizar a la inquieta opinión pública. Pero no nos engañemos. Para
soltar un órdago así al envite del nacionalismo hace falta algo más que
entusiasmo. Hace falta tener mejores cartas jurídicas. En este problema no se
puede ir de farol porque se corre el riesgo de que te contesten: “veo”. Y en
ese momento hay que enseñar las cartas.
Entonces, ¿qué haremos? Mucho me
temo que, aparte del ridículo, no haremos nada. Sólo contemplar un desastre de
gravísimas consecuencias para la Historia de España. Un desastre que tiene una larga nómina de responsables.