lunes, 3 de abril de 2023

Víctimas del odio. La memoria silenciada 1936-39

 

Víctimas del odio. La memoria silenciada 1936-39» de Luis Alberto de la Guía Escobar: la más aterradora verdad jamás contada

DEL ESPAÑOL DIGITAL

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Por José Piñeiro Maceiras

31/03/2023 Historia

NOTA.- Hay libros que pasan desapercibidos porque… son silenciados. Porque no se quiere que lo que cuentan, todo ello incuestionable como resultado de una ardua labor de investigación, se sepa. Este es el triste y sangrante caso de «Víctimas del odio. La memoria silenciada 1936-39» de Luis Alberto de la Guía Escobar. Para enmendar tamaña injusticia, reproducimos el Prólogo que lo adorna cuyo autor es nuestro querido y admirado colaborador José Piñeiro Maceiras. No lo duden y compren el libro (AQUÍ); es, también, un deber de justicia.

Conocí al autor de esta monografía en Madrid, cuando un servidor cursaba ya segundo de carrera. Era el otoño de 1981 y el autor de la obra que hoy prologamos acababa de iniciar el primer curso de Derecho, enseñanza que según el Plan de 1953 comprendía cuatro asignaturas básicas: Derecho natural (filosofía y sociología), Historia del Derecho, Historia e Instituciones del Derecho romano y Derecho político. Curiosamente, las disciplinas que mayor influencia han tenido en la formación jurídica de Luis Alberto de la Guía. Y me explico: aparte de destacar en la Universidad en tales asignaturas, el autor ha publicado varias obras que poseen el espíritu, siquiera latente, de aquellas enseñanzas universitarias ideadas en 1953: principalmente, la legislación histórica, la filosofía y la historia política. En cuanto al Derecho Romano y sus típicas instituciones de Derecho civil, me permito significar que Alberto, después de concluir de modo brillante sus estudios de Derecho, se enfrascó como algunos licenciados de entonces en la difícil aventura de las oposiciones de Notarías; y durante varios años como ocurrió con alguno de nosotros. Con todo, el Derecho posee otro tipo de retos y vertientes, como es el caso que ahora nos ocupa: precisamente, la investigación histórica, en íntima conexión con las leyes, los delitos y las instituciones estatales de cada momento.

En cualquier caso, de aquella época universitaria, que recuerdo con añoranza o saudade como decimos los gallegos, quisiera hacer notar al lector dos características significativas: en primer lugar, el excelente plantel docente que nos instruyó, poseyendo incluso diferentes sensibilidades sociales; y, por supuesto, la etapa pacífica y alegre que nos tocó vivir en las aulas y fuera de ellas. Pues bien, de todos los profesores de Penal, Civil, Político, Canónico, Internacional, Mercantil, Fiscal, Procesal, Administrativo, etc. quisiera detenerme en el desaparecido catedrático de Historia del Derecho, Ramón Fernández Espinar, infatigable investigador de las instituciones hispanas y maestro del Colegio Universitario Cardenal Cisneros hasta 1983. No exagero al indicar que, tanto Alberto como yo, nos quedamos perplejos al observar el enorme material de consulta que suponía el estudio de su asignatura, superior en volumen al resto de las materias del primer curso; desconocíamos, por entonces, que un investigador histórico tiene que tener a su disposición múltiples documentos y tratados para efectuar un diagnóstico correcto del pasado. Ni que decir tiene que nuestro interés por la investigación (1) tiene en Fernández Espinar una de las causas remotas de nuestros trabajos actuales.

Por aquel entonces, la tragedia de la guerra civil era una cuestión que no preocupaba a la sociedad de la llamada Transición; ni siquiera a las minorías más radicalizadas. Y he de decir que tampoco
había despertado gran interés en la etapa del tardofranquismo que llegué a conocer. Eso sí, se celebraba la efeméride del 20 de noviembre por los caídos, cuya asistencia era voluntaria y sin trascendencia social; convocatoria anual que solían organizar las instancias locales del Movimiento que, en aquella época, constituían meros organismos públicos, similares a las dependencias autonómicas del presente, pero sin tantos funcionarios ni asesores políticos. En fin, la guerra de 1936-1939 tenía entonces la misma importancia que el que ahora puedan tener las anteriores guerras civiles del siglo XIX: un interés exclusivamente histórico y anecdótico; nunca político ni, mucho menos, de rentabilidad electoral o control social.


 

Como corroboración de lo expuesto, he de indicar que tanto Alberto como su hermano Miguel nunca nos comentaron el dramatismo que supuso para su familia la guerra civil en Campo de Criptana; y eso que coincidimos en las aulas con un estudiante cuyo pariente había sido pasado por las armas en Paracuellos del Jarama, siendo menor de edad. Personalmente, me enteré de dicha desgracia muchos años después, concretamente en la primavera de 2010, cuando varios antiguos alumnos decidimos reunirnos en la capital de España. Por entonces, ya se advertía el modo sui géneris adoptado en la aplicación práctica de la Ley de Memoria Histórica de 2007: desmonte apresurado de placas bélicas, ataque vandálico de monumentos conmemorativos y abandono de los mismos por las autoridades obligadas a darles protección, al formar parte del Patrimonio Histórico Español.

En realidad, se ha cometido fraude de ley en numerosos casos y ocasiones, ante la complacencia y desdén de corporaciones, partidos, sindicatos y pléyades. Motivado por tal despropósito, Alberto tenía pensado investigar la represión frentepopulista en el territorio de La Mancha, así como también el averiguar por qué sus antepasados militaron en la Falange histórica. Le animé a ello y fruto de aquel compromiso es la obra que ahora me complace prologar.

El libro presenta tres partes esencialmente diferenciadas: un análisis de la Ley de Memoria Histórica, partiendo de la tradicional dicotomía entre Derecho natural y derecho positivo, a fin de comprender las tentaciones totalitarias de las novedosas democracias absolutas; un estudio pormenorizado de la represión izquierdista, practicada en La Mancha entre 1936-1939, mostrando algunas de sus características más reseñables; y, por último, un epílogo-prontuario sobre la violencia de la Falange fundacional.

Poco cabe añadir a lo expuesto por el autor, en lo que concierne a la mentada Ley de Memoria Histórica; únicamente que parece haberse descubierto la piedra filosofal de la corrección política. Es decir, un eficaz instrumento de limpieza ideológica con dos velocidades divergentes: por un lado, se solemniza la conducta y el sufrimiento de la izquierda frentepopulista, con hagiografías de sus
personajes históricos; y por otro, se minimiza y hasta se demoniza el proceder y el dolor del bando contrario, denigrando de paso la biografía de sus personajes más relevantes.


 

Casa de Campo de Madrid, Octubre de 1936, frentepopulistas jactándose de su maquinaria asesina

Con tales antecedentes, la sinrazón ha llegado hasta el punto de tratar de importar para nuestro país el modelo de las polémicas comisiones de la verdad; sistema que, como es sabido, procede del
Cono Sur, y que ha llevado a transmutar parte del peronismo argentino, transformando el movimiento justicialista histórico en un mero colectivo justiciero, todo ello por inanición, imprudencia o rédito electoral.

Con todo, si lo que se barrunta en sede parlamentaria, como objetivo primordial de algunos diputados y senadores para esta legislatura, terminara por fructificar en un texto legal, un sudario de silencio caería sobre la España que va desde 1939 a 1975, imposibilitando de facto el análisis histórico de dicho periodo, hasta el punto de que no podría comentarse ninguna referencia positiva de aquel régimen político fenecido sin temor a sufrir denuncias o expedientes sancionadores, con lo que habríamos alcanzado un nivel parecido al de la China maoísta de los años sesenta o, mismamente, al de la URSS de 1930. Lo dicho puede parecer a priori una exageración, pero lamentablemente el fanatismo no suele tener límites, si no encuentra una oposición fuerte que le salga al paso.

 


Pues bien, si se llegase a tales extremos, podría ocurrir que el autor de este libro no pudiera publicarlo, ni ningún otro, porque no hallaría editor que quisiera sufrir eventuales persecuciones; pero es que ni siquiera podría referir en público aspectos tan livianos, como el recordar las academias profesionales de Derecho, creadas por el SEU en 1945 para que empleados y personas sin recursos pudieran estudiar la Licenciatura de Derecho en horario nocturno, pues ello pudiera debilitar el sistema político actual, del mismo modo que argumentaba el Código penal de la Rusia soviética (2) en la década de los treinta. Esperemos, no obstante, que la sinrazón política no llegue tan lejos y que reine la cordura y la prudencia.

Pues bien, ante tal tesitura, cabría preguntarse cómo hemos podido llegar hasta esta coyuntura tan confusa como arbitraria. Sin embargo, no puede alegarse extrañeza cuando para explicar este fenómeno sociológico basta con aludir al recuento sistemático que de la represión de los vencedores en la guerra y posguerra se inició en 1982 (pueblo a pueblo, comarca a comarca o provincia a provincia), sin que se hiciera otro tanto en el territorio que ocuparon las tropas republicanas o las partidas guerrilleras. No hubo respuesta, empero, por parte de la derecha política, hasta el punto de que hoy día pueden contarse multitud de monografías de aquella naturaleza, mientras que las publicaciones que tratan in extenso la represión izquierdista han sido muy escasas en los últimos cuarenta años, cuando el número de víctimas mortales generado entre 1931-1951 se aproxima a las cien mil almas. No caben, pues, lamentaciones.

Con todo, la responsabilidad por dicho desdén no es atribuible exclusivamente a la derecha política del momento presente. En absoluto; ya en los años sesenta, una parte de la nueva élite del
régimen de Franco había olvidado la tragedia de la contienda.


 

Como botón de muestra, permítanme relatar la anécdota ocurrida con el intelectual y futuro ministro franquista, Gonzalo Fernández de la Mora, y uno de los personajes más siniestros de la guerra civil, me refiero al socialista Segundo Serrano Poncela. Como es sabido, este periodista fue uno de los encargados del orden público en Madrid durante noviembre de 1936, siendo responsable directo de las sacas de las cárceles madrileñas en dirección a las zanjas de Paracuellos, así como el instigador de la embajada ficticia de Siam, con el fin de capturar a los cientos de disidentes madrileños que huían de la persecución desatada por las milicias del Frente Popular. Pues bien, el 23 de mayo de 1963, Gonzalo Fernández de la Mora publicó una crítica elogiosa de Serrano Poncela en el diario ABC, como escritor en el exilio, que motivó la protesta de un alto empleado de la Causa General, remitiéndose una nota al periódico madrileño en la que se recordaba la conducta criminosa del socialista referido. No obstante, la política sectaria de la Memoria Histórica ha permitido que en la actualidad nadie se acuerde del proceder delictivo de Serrano Poncela, pero sí, en cambio, que se retiren las placas conmemorativas de las inauguraciones que, como ministro de obras públicas, presidió Fernández de la Mora en la década de los setenta: entre otras, la mejora del Puerto del Manzanal de diciembre de 1973. En fin, nos encontramos con una especie de justicia reparadora, pero al revés, parafraseando a Serrano Suñer.

En virtud de lo expuesto, el libro de Alberto de la Guía ha de catalogarse como atípico y necesario. Evidentemente, se trata de una investigación que huye de la corriente historiográfica en boga, pero cuya difusión resulta altamente recomendable por motivos estrictamente morales, al configurarse también como reivindicación histórica para todas aquellas miles de víctimas, que, siendo masacradas en la retaguardia izquierdista, aún permanecen en el mayor de los olvidos.

Fue habitual exhumar cadáveres de religiosas y exponerlos en la vía pública

Por lo demás, no puede hablarse siquiera de una cifra definitiva de fallecidos a causa de las persecuciones políticas desatadas en la zona controlada por la izquierda de 1936-1939. De hecho, el comisario de policía Comín Colomer precisaba en 1952 que todavía no podía saberse la mortandad generada por los revolucionarios y eso que los trabajos de la Causa General estaban prácticamente concluidos. Y, en 1961, el general Díaz de Villegas sostenía lo mismo en cuanto al número total de víctimas, pero no descartaba que pudieran rondar las doscientas mil defunciones, cantidad que Comín Colomer consideraría acertada al final de su vida según la confirmación del editor Vasallo de Mumbert en 1978. Entonces ¿fueron esos los números exactos del holocausto rojo? No podemos asegurarlo, por más que en conformidad con las anotaciones plasmadas en la Causa General el número de fallecidos supera los 85.000 óbitos investigados. Pues bien, sobre este infinito cementerio, se sabe que las provincias más castigadas fueron Madrid, Barcelona, Valencia y Asturias. Le siguen, en número de decesos, las de Toledo y Ciudad Real, con más de nueve mil muertes violentas contabilizadas en su territorio, sin explorar aún sus infernales simas donde yacen cientos de esqueletos. Por lo demás, en el resto de Castilla-La Mancha, el número provisional de víctimas se aproxima mucho a las cuatro mil bajas, incluyendo los miembros de las Brigadas Internacionales eliminados por los agentes de André Marty.

En cualquier caso, creemos que el cómputo definitivo de ajusticiados por el frentepopulismo en la pasada guerra civil no puede cerrarse de forma definitiva mientras no se sepa la causa de la
muerte de los miles de soldados abandonados por el Ejército de la República en su retirada.

Pues bien, en lo que Ciudad Real respecta, poco puede precisarse a lo escrito por de la Guía Escobar en el libro que tenemos en nuestras manos. Únicamente, que la represión siguió el mismo patrón que en el resto de la Península controlada por las tropas del Gobierno. A saber, funcionamiento inmediato de comisiones de vigilancia e investigación en las poblaciones importantes, dirigidas por los partidos y sindicatos del Frente Popular junto con algunos policías extremistas; es decir, las conocidas popularmente como checas y la constitución en los pueblos y villas de comités locales entre los miembros principales de los partidos y sindicatos izquierdistas. Todos estos organismos represivos tenían potestad para efectuar detenciones, registros, ejecuciones, incautaciones y saqueos; o al menos nadie se la discutía. La creación posterior de los Tribunales Populares perseguía la legalización de esa represión política, pero a la postre ni siquiera la suprimió. En cambio, el Ejército republicano llevó a cabo una represión más bélica, más sometida a la norma de la época, pero la introducción en su seno de la figura moscovita del comisario político propició que las ejecuciones sumarias abundaran entre los soldados y oficiales. Los martirios y vejaciones fueron numerosos no sólo en La Mancha, sino también en toda la zona roja.


 

De hecho, en el norte, se han contabilizado violaciones y hasta alguna crucifixión en territorio asturiano, asaltos a prisiones seguidos de ejecuciones extrajudiciales en Vascongadas y por supuesto
lanzamientos de personas vivas al mar Cantábrico. Por lo demás, la sustracción de caudales públicos y privados fue una característica muy común en la represión norteña de naturaleza marxista-
separatista, destacando la apropiación de diez millones de pesetas por el socialista Neila en su huida de Santander o la incautación de fondos bancarios y mercantiles por parte de las autoridades vascas del PNV. Ni que decir tiene que la persecución religiosa también alcanzó cotas pavorosas en Asturias, Santander, León o incluso en territorio vasco con docenas de asesinatos y múltiples destrozos perpetrados en bienes muebles e inmuebles de importancia histórico-artística.

Esta imagen y la siguiente corresponden al crimen de Granja de Torrehemorsa. Entre otras barbaridades estuvo la violación de esta niña y de varias mujeres antes de ser asesinados

Con todo, lo que ha caracterizado la represión frentepopulista en la provincia de Ciudad Real ha sido el ensañamiento con que se procedió, en concordancia con el primer avance de la Causa General, editado por el Ministerio de Justicia en 1943. Y como botón de muestra basta con mostrar la vileza de un asesinato perpetrado en el término de Alcázar de San Juan en septiembre de 1936. Pues bien, en la madrugada del día dieciséis, un grupo de milicianos detenía al joven Antonio Santos Montes, miembro de Acción Católica y devoto de la Adoración Nocturna, siendo asesinado al día siguiente en el paseo del cementerio, previa extracción de los ojos en vida. He de decir al respecto, la información que me trasladó un habitante de dicha localidad hace más de cuarenta años. Me refiero a don Eduardo Moreno de Castro (1901-1983), funcionario de telégrafos, quien conoció en primera persona la revelación de un inquietante secreto por parte de un antiguo miliciano que estaba perdiendo la vista terminada la contienda: había sido uno de los partícipes en el homicidio de Antonio Santos, si bien había logrado sustraerse a la acción de la Justicia. No se trataba de un martirio desconocido, pues Antonio Santos está actualmente en proceso de beatificación y lo relatado no puede interpretarse como un caso aislado en la denominada violencia revolucionaria, salvo que queramos negar la evidencia. De hecho, en la provincia limítrofe de Cuenca, fueron conocidas las razias sanguinarias del vecino de Tarancón, Emilio Sánchez Bermejo, responsable de la muerte de más de seiscientas personas. De hecho, el grupo de confianza de este individuo fue el ejecutor directo de innumerables civiles y religiosos en la circunscripción conquense, comenzado por el prelado de la Diócesis. No obstante, Sánchez Bermejo sería hecho prisionero por las tropas franquistas en el transcurso de la contienda y sometido a la jurisdicción militar, siendo condenado a la última pena por el consejo de guerra pertinente, habiendo sido acusado de practicar el canibalismo con alguna de sus víctimas, tras someterlas a ultrajes y tormentos horrorosos. Por ende, ante estas barbaridades y crueldades no debieran hacerse comparaciones con las penas impuestas por los tribunales militares, por muy duras que fueran, pues aquéllos fueron constituidos con arreglo a leyes existentes antes de estallar el conflicto. Y es que en este punto no debemos olvidar que, a finales de 1935, el mismo Largo Caballero había sido declarado inocente por un consejo de guerra, tramitado por su participación en la revolución de 1934, merced a la brillante defensa conducida por el penalista Jiménez de Asúa en el mencionado juicio castrense. Y tampoco hay que atribuir estas atrocidades a un bestialismo primitivo subsistente en la sociedad manchega, habida cuenta que en el partido judicial de Alcázar de San Juan la persecución izquierdista produjo más de setecientas defunciones en la primera mitad del siglo XX; pero, cien años antes, apenas se contabilizaron 31 delitos de homicidio en todo el partido, según el Diccionario geográfico-estadístico de Pascual Madoz en 1843, cuando los índices de analfabetismo eran obviamente superiores. De hecho, los tormentos terroríficos infligidos a las mujeres de Campo de Criptana guardan parangón con las barbaridades cometidas por los milicianos marxistas contra aquella familia de féminas masacrada en Granja de Torrehermosa (Badajoz), violadas y muertas a hachazos aun siendo menores de edad, o contra las jóvenes enfermeras astorganas martirizadas e igualmente ultrajadas en Somiedo (Asturias) y sobre las que hablaremos próximamente. Existió, por tanto, una persecución anárquica y cruel, pero diseñada o tolerada desde los centros del poder político, una vez que comenzaron las hostilidades bélicas, habida cuenta que la protección de prisioneros y civiles en revueltas y guerras intestinas no estaba aún contemplada por el Derecho internacional; lo estaría tras el Convenio de Ginebra de 1949. Ni siquiera los ministros frentepopulistas accedieron a conceder a las tropas rebeldes la condición de beligerantes, pues ello hubiera implicado la aplicación en territorio patrio de las leyes y costumbres de la guerra entre naciones civilizadas (3). En consecuencia, puede hablarse de responsabilidad -no sólo moral- achacable a una porción considerable de dirigentes frentepopulistas, en lo que respecta a la génesis de esa violencia revolucionaria, pues tales personajes poseían una aceptable cultura y gozaban de un amplio prestigio entre sus masas de seguidores. El mismo Presidente de la República era un letrado de los Registros y del Notariado, un cuerpo de élite de la Administración que ya por entonces había adquirido una fama fundada de honorabilidad y sabiduría, incompatible con tanto asesinato y pillaje como estaban ocurriendo: en consecuencia, Azaña debería haber dejado el cargo presidencial tras la conquista del norte peninsular por las tropas nacionales, lo que hubiera permitido que desapareciera de la cúspide de una estructura política que había cobijado toda suerte de enormidades y latrocinios, mejorando así la imagen de la República.


 

Con todo, la renuncia repentina de Azaña a seguir siendo presidente en febrero 1939, colapsó definitivamente la zona izquierdista, propiciando que los restos de algunas unidades del derrotado Ejército de la República se refugiasen en los montes, tras la victoria del 1o de abril, iniciándose así un peculiar combate contra el bandidaje y las células guerrilleras que generó un grave problema
de orden público en los territorios afectados. Pues bien, en la zona de la Mancha pulularon algunas partidas conocidas de bandoleros como las capitaneadas por el socialista huido José Gómez Recio, alias Quincoces, o por Joaquín Ventas, Chaquetalarga, que sembraron el terror en las comarcas más aisladas de la región hasta que pudieron ser reducidas por las tropas de la Guardia Civil tras años de persecución; sobre todo en las provincias de Toledo y Ciudad Real.

Entre todas ellas, destaca por su ferocidad, la banda dirigida por José Méndez Jaramago, un ugetista de la localidad ciudadrealeña de Agudo, que dio rienda suelta a sus depravaciones sexuales, con varias violaciones terribles en su haber, según los datos policiales de la época. No hay duda que fue una época de silencio para los sufridos habitantes de las zonas rurales, quienes soportaron con resignación el saqueo y la violencia impuestos por los maquis hasta que la Benemérita pudo liberarlos de tal pesadilla. Y ya que estamos tratando el aspecto agrio de la violencia política, me permitirá el lector que comente alguna particularidad más en relación con la última parte del libro de Alberto de la Guía.

El vendaval de violencia arrecia con el advenimiento de la II República mediante el incendio de templos y edificios públicos, decidiendo algunos grupos políticos armarse por su cuenta; tal decisión preventiva no fue iniciativa exclusiva de ningún partido o sindicato. Mismamente, el socialismo comenzó a distribuir entre sus grupos de acción armas cortas que clandestinamente el lucense Enrique Puente las hacia traer de Europa por vía férrea. Igualmente, sus militantes recibían en ocasiones remesas de armas largas que transportaban con la ayuda de vehículos pesados y turismos camuflados, según refiere el policía Maurico Carlavilla; lo que no fue obstáculo para que el tráfico de armamento se intensificara entre los activistas de las Juventudes Socialistas, disponiendo incluso de modernas pistolas ametralladoras.

Por su parte, la UGT también estaba armada y hasta los sindicatos gallegos de ideología socialista, como Traballadores da Terra, estaban recibiendo armas ilegales. Por tanto, me parece una completa incongruencia que algunos escritores aludan solamente al presumible pistolerismo de un grupo minoritario como la Falange de 1934 o 1935 para explicar el elevado número de asesinatos políticos cometidos en aquella época oscura, cuando la principal fuerza de la izquierda estaba haciendo acopio de armas clandestinas desde prácticamente la proclamación de la República.

Largo Caballero (a) «Lenín español», líder del PSOE y de la UGT no se privó de encabezar a las turbas frentepopulistas en sus desmanes

Precisamente, uno de los asistentes al primer acto público de la Falange celebrado en España moriría en Daimiel cinco días después, tras ser golpeado y apuñalado en plena vía pública por varios socialistas (4). Pues bien, desde este homicidio hasta la consumación del asesinato de dos jóvenes en Nistal de la Vega (León) y en la localidad gallega del Barco de Valdeorras, perpetrados ambos delitos el diecinueve de julio de 1936, fueron cerca de 140 los falangistas muertos a manos de sus adversarios antes de que las tropas sublevadas declarasen el estado de guerra (5), preciso momento en que ha de fijarse el comienzo de la contienda. Tras la ruptura de las hostilidades, los partidarios de Falange que el Movimiento les sorprende en zona republicana serían perseguidos sin descanso por las milicias y la policía del Frente Popular, muriendo miles de ellos fusilados y martirizados, como adveran las múltiples listas de fallecidos depositadas en la Causa General. Entre esos millares de caídos se hallan un abuelo y un tío del autor del libro que estamos presentando. Curiosamente, el abuelo materno de Alberto de la Guía moriría con el nombre de Cristo Rey en sus labios. No lo hace invocando ninguna consigna fascista ni política, lo que viene a acreditar el profundo sentimiento religioso que embargaba a aquel patriota manchego. Por lo tanto, no debe preterirse que es el mismo grito con que murieron cientos de católicos mejicanos pocos años antes frente a los piquetes de ejecución del Presidente Plutarco Calles; la misma invocación con que cayeron miles de carlistas en los frentes y la retaguardia de nuestra guerra civil; y, en idéntica coyuntura, la misma proclama que vitorearon millares de religiosos antes de ser acribillados por las fuerzas frentepopulistas.


 

En consecuencia, creo que el nexo que liga estas tres situaciones resulta bastante consistente como para dejarse en el olvido. De hecho, la expresión había obtenido carta de naturaleza, tras la promulgación por Pío XI de la encíclica Quas Primas el once de diciembre de 1925, por la que se instituía la festividad de Cristo Rey en el mundo católico. Por consiguiente, faltaban todavía tres años para confeccionarse los famosos Pactos de Letrán entre el Estado Fascista y la Santa Sede.

Pues bien, esta conmixtión del catolicismo sociológico con la Falange militante, que se acelera en los meses previos al levantamiento militar de julio -merced a la proscripción y al protagonismo que adquieren en la clandestinidad Hedilla y Onésimo Redondo (circunstancia recordada por el socialista Vidarte)-, a mi juicio establece claras distancias entre el nacionalsindicalismo ibérico y los típicos movimientos fascistas de entonces.

El desconocimiento que en la actualidad se tiene sobre este movimiento político, incluso en los círculos académicos, ha propiciado que se establezca una sinonimia excesiva, si no falsa, entre fascismo y falangismo; lo que está en contradicción con lo proclamado por los principales dirigentes de la Falange desde sus instantes fundacionales, como la protesta que Ledesma Ramos efectuara en la prensa madrileña en enero de 1930, indicando que los orígenes ideológicos del movimiento debían buscarse en los tratados del filósofo liberal Ortega y Gasset y no en el fascismo,

Paracuellos d el Jarama, 1941, paradigma de la barbarie y genocidio institucional del Frente Popular

tan en boga por aquellos tiempos. Con la erección del nuevo Estado en 1937, se mantiene el distingo referido, admitiéndose solamente que la nueva configuración estatal tendría presente el sistema fenecido del general Primo de Rivera, el Estado Novo portugués, el estado mussoliniano, pero sobre todo las instituciones básicas e históricas de la España tradicional, acentuándose las diferencias ideológicas a partir de 1943.

Por lo demás, las bases filosóficas e ideológicas del nacionalsindicalismo no se conocerían en profundidad hasta 1976, fecha en que Salvador de Brocá publica su tesis doctoral con el nombre de Falange y Filosofía; estudio que sólo observa equiparación entre fascismo y falangismo desde una perspectiva formal, pero no filosófica ni epistemológica. Por fin, en 1987, el profesor de Derecho político, Hillers de Luque, fijaría definitivamente las diferencias sustanciales entre fascismo y nacionalsindicalismo.

En realidad, el movimiento político más próximo a la Falange lo representa el fenómeno social del nacional-sindicalismo lusitano. Un planteamiento doctrinal de inspiración católica, que coincide con la Falange en la denominación, en el uniforme y en un programa político cuasi-idéntico: unidad de destino, vocación oceánica y colonizadora y protección social de las clases más desfavorecidas; no en vano Rolão Preto aportó su particular visión en la redacción de los 27 puntos de la Norma Programática de la Falange en 1934. Con todo, sería una autoridad lusa en el campo de la Filosofía del Derecho, precisamente el catedrático António José de Brito, quien en 2006 volvería a delimitar la distancia entre fascismo y nacionalsindicalismo autóctono, repasando minuciosamente las fuentes clásicas y modernas.

 


Por su trayectoria, el nacionalsindicalismo peninsular debiera ocupar un lugar próximo a la izquierda nacional, lugar detentado exclusivamente en la Península por la socialdemocracia de raíz
extranjerizante; de ahí, la calificación maliciosa de fascista por parte de entusiastas y correveidiles del socialismo doméstico. Pues bien, visto el estado de la cuestión y en mérito de lo expuesto, cobra importancia la aportación que nos ofrece la obra de Alberto de la Guía, partiendo de la perspectiva del Derecho natural. En consecuencia, esperemos que la ola de protestantismo moderno
que nos acecha, aniquilador de símbolos y conciencias como en el siglo XVI –si bien, disfrazado de “memoria democrática”-, permita a nuestro autor la persistencia en la profundización científica.

 

(1) El Reglamento del Colegio Universitario Cardenal Cisneros prescribía, como fines primordiales, el de fomentar el desarrollo de la investigación básica en el alumnado ((Decreto 2656/1973, de 5 de octubre).

(2) No obstante, hay una diferencia esencial entre el Código penal ruso de 1927 y la reforma penal que se pretende por los historicidas de un partido nacional que han perdido definitivamente la mesura y la cordura: el artículo 58 del citado código no sancionaba la exaltación del régimen autocrático zarista que imperaba en el país ochenta años antes; ni siquiera a quienes recordaban con fervor la figura del zar Alejando II, fallecido en 1881.Tampoco el régimen autoritario de Franco -siendo políticamente carlista tras la constitución unificadora de 1937- persiguió penalmente
el recuerdo o la exaltación de los vencedores de la última guerra carlista, quienes derrotaron a los tradicionalistas en 1876, habiendo infligido a los combatientes y partidarios de Don Carlos persecuciones tan graves como las observadas en 1936-1939.

(3) Un corresponsal portugués que el 28 de julio fue testigo directo del asesinato colectivo de catorce frailes claretianos en la estación de Fernán Caballero, incitado por una miliciana que daba besos a sus camaradas para que matasen a los frailes del tren, no dudó en catalogar los hechos como un atentado contra el derecho de gentes: El tren partió, pero mis ojos quedaron allí por mucho tiempo; la siniestra visión de esa tragedia aún me persigue y de ello solamente puede consolarme la idea de que en mi país, teatro de tantas revoluciones, siempre hubo prisioneros y humanidad…
Cf. O Diario de Lisboa, (08.09.1936), p. 5.

(4) Consúltense: El Día, (04.11.1933), Alicante, p. 2; La Prensa, (04.11.1933), Santa Cruz de Tenerife, p. 7; El Progreso, (05.11.1933), Lugo, p. 1; El Iris, (09.11.1933), Ciudadela, p. 3.

(5) Entre los fallecidos se hallan los jóvenes Rafael Real de León (asesinado a garrotazos y pedradas en Calzada de Calatrava el tres de mayo), José Hernández Novas, muerto el catorce de junio, tras sufrir un atentado en Puertollano, y Claudio Fernández, muchacho de 17 años, tiroteado el seis de julio en el casino de Miguelturra; y eso que los apuñalados, apaleados y tiroteados azules en la provincia de Ciudad Real, según los datos de la Causa General, son bastantes más, ocultando la censura los detalles de estos atentados. Pues bien, sobre la conducta de la Falange prebélica se ha fantaseado en grande; motivado por prejuicios ideológicos y por un desconocimiento sorprendente de los hechos ocurridos. En realidad, FE de las JONS fue declarada fuera de la ley por las autoridades del Frente Popular una vez instaladas en el poder, contra la decisión del Tribunal Supremo que estimó que el partido era perfectamente legal. Con todo, sus miembros conocidos -por remoto que fuera el lugar donde viviesen- fueron detenidos y encarcelados sine die a partir de abril de 1936; en virtud de una orden draconiana que ni siquiera se publicó en la Gaceta de la República. Una extralimitación evidente del poder gubernamental, que se completaba con la retirada de los permisos de armas. En consecuencia, la organización quedó completamente desmantelada y a merced del terrorismo de las juventudes socialistas, principalmente.